miércoles, 29 de junio de 2016

Dios visita la morgue

Nietzsche se proclamó filósofo a martillazos, improvisado sepulturero de la causa causorum del Aquinate. Probablemente hubiera deseado ser quien le hubiera dado el descabello a Dios, al verlo agonizar, clavadas las manos en el suelo, suplicando dolorosamente una piedad que su probada crueldad le hubiera negado -¿escuchó las súplicas del hijo?¿sofocó su clemencia el calor de las llamas que asfixiaban herejes ante la mirada de sus ministros?-. No: al enloquecido alemán le bastó poder firmar su certificado de defunción, y dejó el cómodo sillón para convertirse  en enterrador de todo un dios nada menos. Del gran Dios, del Único, del Excluyente, del Sólo-adórame-a-mí-o-te-aniquilo.

Toneladas de incienso quemadas en su honor se perdieron por los ventanales de iglesias y catedrales. Se detuvo el movimiento de los sahumerios y sacerdotes, monjas y frailes rasgaron sus hábitos ante la amarga constatación de que un alemán -gloriosa paradoja- había enterrado bajo los árboles de Sils-Maria a Yahvé decrépito y anciano. Muerto de viejo, muerto de olvido porque su temor se conservaba vago entre los desheredados, pero el mundo civilizado Lo había olvidado. Las guerras ahora se harían por las banderas. Las guerras serían de pobres contra ricos, de "nosotros" contra "vosotros" -por vuestra tierra, por vuestras casas, para demostraros que "nosotros" somos mejores que "vosotros". Y Dios solo en la morgue, con una etiquetita lacónica colgada de un dedo del pie, enorme como sólo el pie de Dios puede serlo, frío y amoratado. Siente cómo le arrancan la vida unos forenses vestidos de blanco: tejido muscular divino, vísceras sacrosantas, cartílago del Principium Mundi, dientes tan imponentes que el Dr. A siente deseos irreprimibles de hacerse un collar con un gran canino -no como amuleto, qué duda cabe, sino como un único y hermoso trofeo de caza. Pronto Dios se ve diseccionado, carente de tres cuartas partes de su cuerpo que pasan a ocupar unos discretos frascos de formol en los estantes de la facultad de la Ciencia del Cuerpo y su canino... ¡Ay, su canino! Engarzado en plata adorna el esbelto cuello de la Dra. K, el Cuerpo por quien el Dr. A suspira en su despacho, un entramado de huesos, músculos, cartílagos más hermoso que ningún otro, la doble hélice más afortunada que pisa los pasillos de la renombrada facultad.

De todos es sabido que no hay más leyes que las de la física y la química entre dos personas.

De sobra sabe el Dr. A que lo que de K le enamora es la perfecta compatibilidad de sus feromonas, resultante en esa bellísima aunque remota probabilidad de imbricar su ADN con el de ella. Ambos sanos, ambos geniales, ambos materia. ¿Qué hijos no saldrían de tan venturoso cruce? Así, el preciado trofeo de caza pasó a adornar el cuello de la Dra. K, quien, indiferente, aceptó aquel canino como Salomé -aquella mala hembra de la época supersticiosa del Hombre, la perdición de Herodes- aceptara desdeñosa una cabeza humana.

Diríase que la Dra. K no juega limpio. Pasea por su departamento como una diosa, si no fuera anacrónico pronunciar tal palabra. A su belleza e inteligencia sólo puede rendirse tributo. En épocas antiguas y supersticiosas habría sido una sacerdotisa -de Diana cazadora, que no de Afrodita-, quizás el modelo de Praxíteles para su Afrodita de Cnido, con la salvedad de que la Dra. K está genéticamente concebida para diseccionar, no para amar. Los antiguos habrían considerado este particular la causa principal de su hiriente frialdad, de su desinterés total para con las cuestiones del amor, pero tampoco es algo relevante. En la Facultad de la Ciencia del Cuerpo todos saben que si se siente una necesidad apremiante de aparearse, solamente puede hacerse una cosa: buscar un Cuerpo agradable a la vista y de probada fiabilidad genética para pasar la noche con él. Por la mañana puede acudirse con total tranquilidad al trabajo, una vez pagado el tributo a la imperfección animal. Algunos recalcitrantes todavía insisten en la relación del apareamiento y la reproducción repetidas, de ahí ese interés obsesivo por buscar la pareja genéticamente óptima, aunque la Dra. K ha optado por satisfacer el apremio biológico sin vincularlo a la reproducción tradicional, solamente garantizada en los laboratorios de la Facultad de la Ciencia del Cuerpo. Y como buena científica busca un esperma a la altura del suyo, prescindiendo de la gratificación sensual ya que sabe a ciencia cierta que si algún día desea reproducirse, facultará al mayor experto en Reproducción Asistida Sin Riesgos -el insigne Dr. N- para fecundar su mejor óvulo con el mejor espermatozoide en una linda probeta.

Por supuesto que el Dr. A no se encuentra entre los candidatos a pasar una noche en la cama de la Dra. K. La Naturaleza lo dotó con una brillantísima inteligencia, de la cual ni siquiera la Dra. K duda, pero no quiso agraciarlo con otros dones, con los que se mostró en extremo miserable. Incluso su proverbial brillantez intelectual se ve empañada por el pequeñísimo aunque ostentoso defecto que le hace caminar vencido hacia la derecha. Una escoliosis congénita demasiado acusada que los corsés, las placas metálicas en su columna, no lograron eliminar del todo. Pero al Dr. A se le perdonó todo ante la evidencia de que habría pocas entregas tan sacrificadas a la madre Ciencia. Pocos niños, por dotados que fueran, estudiaban con más ahínco, como si la vida le fuera en ello. Y no le iba, pero su tara le incapacitaba para dispersar sus fuerzas en juegos infantiles al aire libre y actividades físicas. Solamente le quedaba estudiar mañana y tarde, olvidando que había niñas que coqueteaban con otros niños y nunca con él. Y que lo hacían en el parque, bajo el sol, la nieve o el viento. Mientras aquéllos perdían el precioso tiempo holgazaneando en la calle, A. aprendió a hacer de la necesidad virtud y de ésta nacieron todos los méritos académicos posibles, todas las menciones y laureles que un currículum pudiera cosechar. Así, pasó a ser el miembro más joven de la Facultad de la Ciencia del Cuerpo, ingresando con una media histórica a la meritoria edad de 21 años como Dr. en Anatomía Forense.



2. TU QUOQUE, FILIUS?

Cuando le dijeron que habían encontrado el cadáver de Dios, el Dr. A. sintió que su presión arterial aumentaba peligrosamente. Naturalmente, la autopsia al insigne cadáver debían realizarla los miembros más prestigiosos de su Departamento: El Dr. Pi y él. Mientras intenta que el Dr. Sonk no repare en el temblor de sus manos, imagina las portadas de las más acreditadas publicaciones con su rostro -el cual no tiene por qué desvelar que el cuerpo no anda derecho-, y las preguntas que le harán los periodistas, se agolpan en su cabeza (¿cómo les diría que no sintió nada especial al hundir el bisturí en el torso de Dios?).

-"Por supuesto, Dr. Sonk... la investigación se llevará a cabo con la mayor rigurosidad. Quede tranquilo, las muestras analizadas serán puntualmente entregadas en memorias internas..."
-"Ni qué decir tiene, querido A., que ninguna conclusión debe trascender antes de ser revisada y valorada por la Comisión Rectora de esta Facultad. No queremos que ningún periodista haga sensacionalismo barato con este hallazgo, y mucho menos que los políticos hagan campaña a nuestra costa. Imagínese lo que podrían hacer esos insensatos con el cadáver de Dios".

El cadáver de Dios, el cadáver de Dios. ¡Por todas las supercuerdas! ¡Es el cadáver de Dios! Pero... si no existía. Si la Ciencia se tornó atea en los siglos pasados precisamente por la imposibilidad de su constatación... y ahora, la evidencia última, su cadáver enorme congelado en un glaciar alpino, tan bien conservado que se sospecha que incluso conserva la última comida en su estómago. ¿Qué comería Dios? ¿Manzanas de aquel árbol? ¿O sería omnívoro como su pretendida Creación?

El bendito A. está confuso. Dios no existe, el cosmos solamente puede atribuirse a un alocado y sin embargo riguroso azar. Pero ahí tiene su cadáver, esperando en el depósito a su bisturí, sus sierras y  pinzas. ¡Qué fantástica autopsia podrá ejecutar! Pero el pobre A. está inquieto. Nunca se ha enfrentado a las viejas supersticiones y aunque acude con la indiferencia del cirujano a su  tumor en la jornada de trabajo, siente un escalofrío que le recorre la nuca y la columna vertebral. El virus de la gripe. Nada más.

Antes de reunirse con su colega, el Dr. Pi, para diseñar un plan de trabajo, el Dr. A. come en la cantina de la Facultad, sección Investigadores y vuelve al despacho para sumergirse en un sueño agitado, fruto de la digestión desacostumbrada de carne en salsa.

El Dr. A se revuelve en su sillón aunque siente su cuerpo extrañamente pesado. Unas voces lejanas le susurran algo incomprensible en una lengua que desconoce, y un viento suave le alborota los cabellos. En un paraje desierto se  halla y el cielo está inflamado por el sol poniente que tiñe de incandescencias el horizonte. No hay agua, no hay vida, A está solo y tiene sed. Grita al vacío porque nadie le responde en aquel infierno, extraño y sin embargo hermoso. Anda perdido y las voces le rozan -¡Oh, epifanía de coros angélicos!- los labios, le mordisquean las orejas y hablan lenguas antiguas, bellas y crípticas. El insigne Dr. sonríe beatíficamente, levemente excitado por la sensualiad de los labios que se posan en su pelo, por las manos que acarician su pecho. Y camina, camina sediento y aturdido por las voces sin cuerpo que anticipan placeres ignotos.

El horizonte en llamas se torna negro, un cielo sólido y amenazador amenaza desplomarse encima de su cabeza. Y el joven Dr. ve ante sus ojos a una mujer de gran altura, hermosa y terrible que le muestra las manos ensangrentadas: " No me niegues, Padre, no me niegues otra vez" le dice suplicante. A la mira aterrorizado porque de sus muñecas mana sangre rojísima, que se marcha por el desierto en un río estruendoso, saltando rocas y montañas. "Por esto se veía rojo el horizonte", se dice A.

La mujer, cae al suelo de rodillas y la mata de pelo negro se esparce por el suelo, mezclándose con la sangre y creciendo poderosa. "Levanté mi puñal contra mi Hijo porque Tú me lo ordenaste", musita a media voz. "No me abandones, Padre, no me abandones...", y la mujer se derrumba como un montón de arena ante los ojos fijos de A.

Las voces cantan más claramente "...qua resurget ex favilla, teste David cum Sybilla" -¿qué significa?- y A salta para que no lo arrolle el río de sangre y lana en que se ha convertido la hermosísima hembra.

Por fin ve unas luces brillar a lo lejos. Aprieta el paso para llegar a la civilización y A encuentra a un ser espantoso que le tiende una garra de animal y lo mira con ojos de perro abandonado. Descubre su pecho ante él y, con lágrimas en los ojos balbucea:" ¿No te desgarraste al dividir lo Único? Mira en lo que se ha convertido el pedernal de tu filo" Y A ve salir de su pecho estrellas que velan el firmamento. Luces de colores bailan sobre su cabeza y ascienden  ligeras. Las voces cantan hasta arrancarle lágrimas "Lacrymosa dies illa, qua resurget ex favilla, iudicandus homo reus, huic ergo parce Deus".

A siente que se desploma. ¿Qué locura es ésta? ¿De dónde ha salido toda ese ejército de seres monstruosos? Huye y llega a una habitación, blanca como su depósito, y tendido sobre un altar de piedra antiguo ve a un anciano imponente, rígido y frío, como todos los muertos. A sólo recuerda que antes de despertar con un grito, el anciano abrió sus ojos al sentir el bisturí hendiendo la carne, que se volvía agua, y con voz implorante le dice a nuestro Doctor: "Tu quoque, filius?".


lunes, 18 de enero de 2016

Llévate mi cuerpo ya que te regalé el alma

Querido M.

Todavía te espero y ya han pasado diez años. A veces temo que haya una joven más bella que yo que pueda haberte seducido y por eso me has olvidado...pero no, son los estúpidos celos. Tú y yo sabemos que lo que pasó aquella noche de verano sólo te ha sucedido una vez en tu inmortal vida..

No ha pasado un solo día en que no mire detrás de mí, en cualquier callejuela, en los rincones oscuros de los bosques y en las fuentes, ansiosa por descubrirte de nuevo, como aquella primera vez en que te mostraste ante mí con una capa de alas de libélula y un sombrerito con una pluma de faisán, ¿lo recuerdas tú también? Y no ha pasado un solo día sin que tenga la certeza de que tengo como sombra al más extravagante ángel de la guarda, aquél que dejó el cielo para ser libre y no siervo.

¿Recuerdas que me llamaste Smaragda? ¿Puedes acordarte de mi lividez al escuchar el nombre que únicamente en un sueño había escuchado? Te esperaba desde entonces, desde que tenía doce años y me bautizaste con el nombre más hermoso que se le puede dar a una mariposa. Aquella noche en que cumplí quince estábamos solos tú y yo, M. Tus artes lo evaporaron todo mi alrededor, hasta mi sueño. Me dejaste flotando sobre la nada con mi camisón de lino y me tendiste la mano. “Smaragda...” y alargaste tu mano de pianista para alcanzar la mía. Cuando la así me pareció tocar un montón de nieve recién caída y sentí que un miedo atroz me paralizaba el cuerpo. “Smaragda, he acudido a tu llamada, pero mejor vayamos a dar un paseo”. Y me llevaste en un suspiro a callejear por la vieja ciudad medieval que resistía a los tiempos modernos. Bebí vino por primera vez en una taberna en la que la gente estaba inmóvil, las volutas de huma de las pipas se habían paralizado formando preciosos caracoles y bailarinas. Sólo tú y yo estábamos vivos, nos mirábamos y bebíamos. “Yo no te he llamado nunca”, te dije. “Claro que sí, mi pequeña dama, me has llamado en sueños y en sueños te he contestado. Ahora se acabó el sueño y vamos a hablar de negocios, porque eso es lo que quieres, hacer un negocio conmigo”.

Miraba entre las nieblas del vino y el humo el brillo de las alas de libélula, los ojos pícaros y claros con que me observabas sin demasiado entusiasmo, como si todas las noches de tu vida hicieras lo mismo: firmar contratos a la luz de una vela con una jarra de vino áspero. Pero su propia aspereza me quitó el miedo y soltó mi lengua algo torpe por la ebriedad del primer vaso de vino. “¿Y cuál es ese negocio que yo misma desconozco, caballero?

Te reíste a carcajadas y tu risa contagiosa con la ebriedad me hizo llorar y me provocó un gran dolor de costillas. “¿Cómo pretendes no saberlo? Si estoy aquí es porque tú me has llamado. Jamás acudo a una cita a la que no he sido invitado”. Paré de reir en seco y busqué en mi cabeza la cita. No podía recordar nada hasta que, de pronto, con ojos aterrados grité: “¡Eres M.!”.

“Enchanté, Mademoiselle”, contestaste burlón. Y las alas brillaban más intensamente con irisaciones verdes, azules y moradas animadas con la luz mortecina de las velas. “¿Qué quieres? ¿Dinero, poder, sabiduría, venganza? ¿Sabes el precio? ¿Estás dispuesta a pagarlo, mi joven dama?”

Acongojada sólo pude decirte: “Te quiero a ti”. Se hizo el silencio. Tus ojos dejaron de mirar sin interés. Ahora estabas aturdido, tú, el Príncipe de las Tinieblas. Tú, el Señor de los Infiernos. Tú, el ángel indomable que desafió a Dios para no hincar las rodillas como un esclavo. Tú, el eterno tentador y la eterna condena. El de los mil nombres abominables, el odiado por todos callaba mientras mirabas atónito a la cría que se enamoró de ti leyendo Fausto.

Estás loca, mujer. Un pacto así no puede realizarse. No puedes amar a quien no puede amar”, balbuceaste.
Pero si yo quiero eso y solamente eso y a cambio firmo el contrato y te entrego el alma no puedes negarte. Podrás no amarme, pero no puedes impedir que yo te regale el alma porque de hecho ya te la he entregado sin firmar con sangre. No puedes impedirme amarte ni puedes evitar aceptar mi alma una vez que me has citado...¿o es que sólo compras a cambio de tres o cuatro cosas? ¿Es la cobardía lo que te impide aceptar o es que jamás te han hecho esta oferta? El vino me daba fuerzas para hablar aunque mis rodillas temblaban y estaba a punto de llorar. Bastaba tu respuesta para que yo me derrumbara del todo. Pero estabas estupefacto y comenzaste a lanzar sofismas -por algo te llamaban entre otras cosas Príncipe de las Mentiras- para intentar eludir la trampa que tú me habías tendido y en la que por amor y sin saberlo te había atrapado como en una tela de araña.

No podrías amarme”, dijiste con una voz apenas audible. “Soy monstruoso y tú eres un ángel de los que vivían conmigo antes de la batalla que nos lanzó al abismo y nos convirtió en monstruos”.

Pero antes fuiste un ángel, más que un ángel, el Príncipe, el Favorito, la Perfección encarnada. Está en tu naturaleza la divinidad y yo amo ese residuo de belleza supraterrena que habita en ti, amo esas alas de libélula irisiadas y puedo redimirte con mi amor, aunque ello signifique que me condene para siempre. No puedes convencerme de que no te ame...aunque me rechaces” y comencé a llorar. Aquel ínfimo trocito de Belleza y Bondad que había en ti me alargó un pañuelo de cuadros y acariciaste con tus dedos mis mejillas. Cada lágrima mía dejaba una herida en tus dedos, pero no los apartabas. Te retorcías de dolor pero seguías sin dejar de acariciar mi cara mojada aunque yo intentaba apartarme para evitar tu sufrimiento. Tus manos se alargaban más e insistían en recoger mis lágrimas.

Smaragda, Smaragda, ahora eres tú quien me torturas. Eres tú un ángel para cumplir la venganza aplazada de mi enemigo...pero gustoso aceptaría quemarme en tu llanto hasta deshacerme. Si es Él quien te envía, es la jugada más inteligente que ha hecho nunca, maldito sea eternamente, infinitamente mejor que la de su hijo, ese pobre desgraciado que murió sin entender qué era lo que quería su amado padre ni por qué le reservaba tanto dolor para nada. Quema mis manos con tu llanto, quema mis labios con tu beso cálido. Yo desapareceré y él habrá ganado pero no voy a evitar la agonía de tu beso ni las cicatrices de mis manos”.

Te besé torpemente porque era la primera vez que besaba. Pero te amaba tanto, que te dije al oído “Mi madre no es Deméter y yo soy Perséfone huérfana dispuesta a seguir a Hades al reino de los muertos. En mi ausencia no se enseñoreará el invierno eterno...”

Me miraste triste. Tu beso me quemó, quedó parte de tu piel pegada a mis labios y mis lágrimas seguían hiriendo tus delicadas manos. Después de besarnos me dijiste “Eres un ángel demasiado bello para habitar los infiernos”. Desapareciste y volví a mi habitación donde desperté con tu pañuelo y tu capa.

Sé que me sigues con manos enguantadas, sé que me amas tanto que me sigues de lejos, sé que velas por mí de día y de noche aunque sigues haciendo tu trabajo. Sé que no tienes duda de que el día que vuelvas me abrazaré a ti y volaré a los Infiernos, al Hades o al Seol. Sólo me reconozco con el nombre que me diste en un sueño y cada noche, abrazada a una capa que no se corrompe y brilla con los colores más hermosos incluso en las noches sin luna, duermo a la espera de que vuelvas a por mí a callejear por la vieja ciudad o a vivir en los infiernos condenada, con toda la eternidad para amarte.

Te amo, M.

Tuya,



Smaragda.