Querido
M.
Todavía te espero y ya han pasado diez
años. A veces temo que haya una joven más bella que yo que pueda
haberte seducido y por eso me has olvidado...pero no, son los
estúpidos celos. Tú y yo sabemos que lo que pasó aquella noche de
verano sólo te ha sucedido una vez en tu inmortal vida..
No ha pasado un solo día en que no
mire detrás de mí, en cualquier callejuela, en los rincones oscuros
de los bosques y en las fuentes, ansiosa por descubrirte de nuevo,
como aquella primera vez en que te mostraste ante mí con una capa de
alas de libélula y un sombrerito con una pluma de faisán, ¿lo
recuerdas tú también? Y no ha pasado un solo día sin que tenga la
certeza de que tengo como sombra al más extravagante ángel de la
guarda, aquél que dejó el cielo para ser libre y no siervo.
¿Recuerdas que me llamaste Smaragda?
¿Puedes acordarte de mi lividez al escuchar el nombre que únicamente
en un sueño había escuchado? Te esperaba desde entonces, desde que
tenía doce años y me bautizaste con el nombre más hermoso que se
le puede dar a una mariposa. Aquella noche en que cumplí quince
estábamos solos tú y yo, M. Tus artes lo evaporaron todo mi
alrededor, hasta mi sueño. Me dejaste flotando sobre la nada con mi
camisón de lino y me tendiste la mano. “Smaragda...” y alargaste
tu mano de pianista para alcanzar la mía. Cuando la así me pareció
tocar un montón de nieve recién caída y sentí que un miedo atroz
me paralizaba el cuerpo. “Smaragda, he acudido a tu llamada, pero
mejor vayamos a dar un paseo”. Y me llevaste en un suspiro a
callejear por la vieja ciudad medieval que resistía a los tiempos
modernos. Bebí vino por primera vez en una taberna en la que la
gente estaba inmóvil, las volutas de huma de las pipas se habían
paralizado formando preciosos caracoles y bailarinas. Sólo tú y yo
estábamos vivos, nos mirábamos y bebíamos. “Yo no te he llamado
nunca”, te dije. “Claro que sí, mi pequeña dama, me has llamado
en sueños y en sueños te he contestado. Ahora se acabó el sueño y
vamos a hablar de negocios, porque eso es lo que quieres, hacer un
negocio conmigo”.
Miraba entre las nieblas del vino y el
humo el brillo de las alas de libélula, los ojos pícaros y claros
con que me observabas sin demasiado entusiasmo, como si todas las
noches de tu vida hicieras lo mismo: firmar contratos a la luz de una
vela con una jarra de vino áspero. Pero su propia aspereza me quitó
el miedo y soltó mi lengua algo torpe por la ebriedad del primer
vaso de vino. “¿Y cuál es ese negocio que yo misma desconozco,
caballero?
Te reíste a carcajadas y tu risa
contagiosa con la ebriedad me hizo llorar y me provocó un gran dolor
de costillas. “¿Cómo pretendes no saberlo? Si estoy aquí es
porque tú me has llamado. Jamás acudo a una cita a la que no he
sido invitado”. Paré de reir en seco y busqué en mi cabeza la
cita. No podía recordar nada hasta que, de pronto, con ojos
aterrados grité: “¡Eres M.!”.
“Enchanté, Mademoiselle”,
contestaste burlón. Y las alas brillaban más intensamente con
irisaciones verdes, azules y moradas animadas con la luz mortecina de
las velas. “¿Qué quieres? ¿Dinero, poder, sabiduría, venganza?
¿Sabes el precio? ¿Estás dispuesta a pagarlo, mi joven dama?”
Acongojada sólo pude decirte: “Te
quiero a ti”. Se hizo el silencio. Tus ojos dejaron de mirar sin
interés. Ahora estabas aturdido, tú, el Príncipe de las Tinieblas.
Tú, el Señor de los Infiernos. Tú, el ángel indomable que desafió
a Dios para no hincar las rodillas como un esclavo. Tú, el eterno
tentador y la eterna condena. El de los mil nombres abominables, el
odiado por todos callaba mientras mirabas atónito a la cría que se
enamoró de ti leyendo Fausto.
“Estás
loca, mujer. Un pacto así no puede realizarse. No puedes amar a
quien no puede amar”, balbuceaste.
“Pero
si yo quiero eso y solamente eso y a cambio firmo el contrato y te
entrego el alma no puedes negarte. Podrás no amarme, pero no puedes
impedir que yo te regale el alma porque de hecho ya te la he
entregado sin firmar con sangre. No puedes impedirme amarte ni puedes
evitar aceptar mi alma una vez que me has citado...¿o es que sólo
compras a cambio de tres o cuatro cosas? ¿Es la cobardía lo que te
impide aceptar o es que jamás te han hecho esta oferta? El vino me
daba fuerzas para hablar aunque mis rodillas temblaban y estaba a
punto de llorar. Bastaba tu respuesta para que yo me derrumbara del
todo. Pero estabas estupefacto y comenzaste a lanzar sofismas -por
algo te llamaban entre otras cosas Príncipe de las Mentiras- para
intentar eludir la trampa que tú me habías tendido y en la que por
amor y sin saberlo te había atrapado como en una tela de araña.
“No
podrías amarme”, dijiste con una voz apenas audible. “Soy
monstruoso y tú eres un ángel de los que vivían conmigo antes de
la batalla que nos lanzó al abismo y nos convirtió en monstruos”.
“Pero
antes fuiste un ángel, más que un ángel, el Príncipe, el
Favorito, la Perfección encarnada. Está en tu naturaleza la
divinidad y yo amo ese residuo de belleza supraterrena que habita en
ti, amo esas alas de libélula irisiadas y puedo redimirte con mi
amor, aunque ello signifique que me condene para siempre. No puedes
convencerme de que no te ame...aunque me rechaces” y comencé a
llorar. Aquel ínfimo trocito de Belleza y Bondad que había en ti me
alargó un pañuelo de cuadros y acariciaste con tus dedos mis
mejillas. Cada lágrima mía dejaba una herida en tus dedos, pero no
los apartabas. Te retorcías de dolor pero seguías sin dejar de
acariciar mi cara mojada aunque yo intentaba apartarme para evitar tu
sufrimiento. Tus manos se alargaban más e insistían en recoger mis
lágrimas.
“Smaragda,
Smaragda, ahora eres tú quien me torturas. Eres tú un ángel para
cumplir la venganza aplazada de mi enemigo...pero gustoso aceptaría
quemarme en tu llanto hasta deshacerme. Si es Él quien te envía, es
la jugada más inteligente que ha hecho nunca, maldito sea
eternamente, infinitamente mejor que la de su hijo, ese pobre
desgraciado que murió sin entender qué era lo que quería su amado
padre ni por qué le reservaba tanto dolor para nada. Quema mis manos
con tu llanto, quema mis labios con tu beso cálido. Yo desapareceré
y él habrá ganado pero no voy a evitar la agonía de tu beso ni las
cicatrices de mis manos”.
Te
besé torpemente porque era la primera vez que besaba. Pero te amaba
tanto, que te dije al oído “Mi madre no es Deméter y yo soy
Perséfone huérfana dispuesta a seguir a Hades al reino de los
muertos. En mi ausencia no se enseñoreará el invierno eterno...”
Me
miraste triste. Tu beso me quemó, quedó parte de tu piel pegada a
mis labios y mis lágrimas seguían hiriendo tus delicadas manos.
Después de besarnos me dijiste “Eres un ángel demasiado bello
para habitar los infiernos”. Desapareciste y volví a mi habitación
donde desperté con tu pañuelo y tu capa.
Sé
que me sigues con manos enguantadas, sé que me amas tanto que me
sigues de lejos, sé que velas por mí de día y de noche aunque
sigues haciendo tu trabajo. Sé que no tienes duda de que el día que
vuelvas me abrazaré a ti y volaré a los Infiernos, al Hades o al
Seol. Sólo me reconozco con el nombre que me diste en un sueño y
cada noche, abrazada a una capa que no se corrompe y brilla con los
colores más hermosos incluso en las noches sin luna, duermo a la
espera de que vuelvas a por mí a callejear por la vieja ciudad o a
vivir en los infiernos condenada, con toda la eternidad para amarte.
Te
amo, M.
Tuya,
Smaragda.